Citah era una hermosa venezolana de curvas generosas, piel morena y un cuerpo plagado de tatuajes. En la espalda tenía dibujos tribales, y en los muslos frases en latín. Adoraba su cuerpo y no le importaba lo que dijeran los demás. Un día, su amigo Carlos, un apuesto mexicano, la invitó a pasar el fin de semana en un lujoso hotel de la ciudad.
Carlos y Citah llevaban años siendo amantes ocasionales. Siempre que se veían, la pasión se encendía entre ellos. Citah aceptó la invitación ansiosa por pasar unas cuantas horas a solas con él, admirando su piel morena y sus tatuajes.
Una vez en el hotel, Carlos la abrazó y la besó apasionadamente, deleitándose con el sabor de su boca. Citah correspondió el beso, sumergiéndose en el delicioso cosquilleo que la invadió al estar entre sus brazos.
Carlos contempló embelesado sus curvas y la miríada de tatuajes que las adornaban. Se dejó caer de rodillas y comenzó a explorar su cuerpo con la lengua, saboreando cada centímetro de su piel tatuada. Citah gimió, extasiada.
Luego la penetró profundamente, sacudiendo el mundo de Citah y volviéndola loca de placer. Sus embestidas fueron fuertes y salvajes, destrozando la cama del hotel. Exploraron cada posición, saciando apetitos y descubriendo nuevas facetas del éxtasis.
Cuando el clímax llegó, fue explosivo. Carlos eyaculó dentro de ella, llenándola de satisfacción. Citah alcanzó el orgasmo casi simultáneamente, sacudiéndose entre sus brazos.
Se separaron jadeantes, cubiertos de sudor y semen. Esa fogosa sesión de pasión los marcó para siempre. Habían explorado placeres prohibidos y disfrutado de una lujuria desatada como nunca antes.